18 Dec
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Si tuviste la inmensa suerte de vivir los años 90 como consumidor de marcas y productos, probablemente creciste a base de tazas de Cola-Cao, te hinchaste a comer Frigodedos en verano, calzaste unas Converse, admiraste a los que iban en un Golf GTI, o presumiste de ser molón bebiendo el último refresco con burbujas. 

El consumidor de los 90 estaba rodeado de marcas y productos que formaban parte de su día a día. Marcas a las que se valoraba por sus campañas publicitarias, por el status que proporcionaban o por las generosas dosis de azúcar de sus productos. Ese era el trato en realidad: marcas proporcionando diferentes tipos de satisfacción a cambio de dinero. Simple y claro. 

Esas marcas crecieron junto a sus clientes, y durante décadas afinaron la relación con ellos, adaptándose a sus gustos y evolucionando cuando fue posible o necesario. Así vimos nacer (y morir) el Donuts Light, los coches SUV, los teléfonos móviles o el pan de molde con fibra. Lo que no entraba en los planes de las marcas maduras, las que llevan más de 30 años en el mercado, es que sus consumidores les exigieran a estas alturas de la relación tener un propósito. Un corazoncito habitando los fundamentos de la compañía y que fuera el motor de toda la actividad de la empresa (y de la marca). Un propósito noble, generoso e inspirador que contribuyera a que la sociedad en general diera pasos hacia su mejor versión. 

Las marcas de los 90 no estaban preparadas para esta demanda. Y en el fondo es lógico. Porque eso no formaba parte del trato. El consumidor de los 90 consumía y no hacía preguntas. De eso iba el rollo. Y por esa misma razón, el propósito de esas marcas nunca fue tan elevado. Básicamente comercializaban productos y servicios. Y el propósito era tan claro como contundente: vender tanto como se pudiera. Lo que vivimos ahora es un juicio en el que las marcas de largo recorrido no pueden ganar. Porque para ellas sólo hay dos salidas: o siguen apostando por un modelo meramente transaccional en el que la marca tire de complicidad y de histórico emocional, o bien tratan de poner encima de la mesa todo lo que se les ocurra para ser percibidas como marcas buenas. Las dos opciones llevan al mismo sitio, que es un desencaje con la sociedad. Porque hoy no puedes no tener un propósito. Y mucho menos improvisarlo. 

Así pues, los adolescentes que admiraron a todas esas marcas, los hijos e hijas que recibieron bocadillos de paté de manos de sus madres, los conductores que pensaron en más caballos y en más cilindrada, todos ellos son los que ahora las miran avergonzados y un poco arrepentidos. Son los que ahora rompen con el relevo generacional (con el que estas marcas contaban) e inculcan a sus propios hijos otro tipo de valores. Valores que dejan fuera no solo a las marcas que en su momento nos acompañaron en nuestro crecimiento personal, sino también a una forma de vivir y de entender el consumo que desaparece a la misma velocidad que ellas.

No les pidamos pues a las marcas maduras que a estas alturas tengan un propósito. Ni es justo ni es posible. Simplemente dejemos que tengan un menor peso en nuestras vidas. Y si moralmente ya no puede ser, entonces dejemos que acaben sus días como lo que fueron, marcas y productos de los que todos disfrutamos alegre e inocentemente hace muchos años.


Publicado en LinkedIn el 24/11/21