Después de casi dos décadas en DDB he desarrollado una inevitable y enorme admiración por el legado de Bill Bernbach. Todavía hoy puedes releer algunas de sus lapidarias frases y darte cuenta de que, en el fondo, y pese a todas las cosas que nos diferencian de su época, hay unos fundamentos que siempre estarán ahí.
Fué él quien empezó a hablar de conceptos como la emocionalidad o la empatía. Quien sentó las bases de una profesión que, década tras década, ha ido dándole la razón en prácticamente todo lo que él ya defendía hace 60 años. A mi particularmente me cautivó con una reflexión acerca de la responsabilidad de los medios de comunicación sobre el modelo de sociedad que queremos. Los medios, decía (y aquí incluía los mensajes publicitarios), pueden llegar a vulgarizar la sociedad o pueden conseguir elevarla a un estadio superior. Ahí radica la responsabilidad de los que estamos detrás de los altavoces. En mi opinión esta visión es hoy más vigente que nunca. O al menos debería serlo.
Sin embargo, durante mucho tiempo he estado en desacuerdo con una de sus frases: La magia está en el producto. Puede que sea porque he trabajado mucho tiempo en gran consumo, o tal vez porque siempre me pareció que basar la comunicación en el producto lastraba la marca y todo su potencial comunicativo. En realidad, cuando las marcas han dejado un poco de lado al producto que representan ha sido cuando hemos visto auténticos fenómenos despegar como nunca. “Mediterráneamente” (sí, el concepto tiene una traducción en el producto, pero es un concepto de marca), “¿Te gusta conducir?”, “Just Do It”, “Impossible is nothing”, ... La dimensión de la marca es la que conecta el producto con el consumidor. Es la que genera vínculos más allá de lo funcional.
No ha sido hasta hace unos días cuando, escribiendo acerca de cómo los productos son hoy en día un reflejo de los valores de la marca, que esta frase de Bernbach ha cobrado sentido de nuevo. Al menos para mi.
Porque en realidad el problema no creo que radique en la frase, sino en el hecho de que hemos dejado de ponerle magia a los productos. Hemos desconectado producto y marca hasta tal punto que uno podría vivir sin el otro. Y si no que se lo digan a los de RedBull y su modelo de contenidos de marca, más allá del producto.
Los valores que hoy debe defender un producto pasan inevitablemente por comprender el mundo en el que vivimos. Pasa por dar respuesta a un consumidor con consciencia que los analiza teniendo en cuenta muchas dimensiones del mismo: calidad de sus ingredientes, procedencia, comodidad, embalaje... Cuando tenemos en las manos un producto envasado de forma eficiente (menos envase, más creatividad en cómo proteger), responsable (materiales recuperados o con bajo impacto en su creación) y reciclable (fácil de separar y devolver al círculo); cuando tenemos en las manos además un producto elaborado de la forma más natural y saludable posible (sin aditivos ni añadidos demonizados); y cuando además tenemos en las manos un producto que sabemos que tiene un impacto positivo (o que al menos no resta) por la razón que sea, entonces es cuando volvemos a ver magia en el producto. Y cuando nos damos cuenta, de paso, de que el problema no era la frase sino cómo volver a hacer productos mágicos.