Ha llovido mucho desde que Al Ries y Jack Trout forjaran el concepto de posicionamiento allá en el año 1982. Un concepto que revolucionó la forma en la que los productos y servicios se mostrarían al público a partir de ese momento, y que ha ido evolucionando y perfeccionándose para adaptarse a cada momento de nuestra historia reciente del marketing. Gracias al posicionamiento las marcas encontraron su espacio, su propio relato. Permitió a las más sólidas y constantes establecer unos límites claros respecto a cómo eran percibidas por sus consumidores.
Con la llegada de la era digital y de la revolución que supuso la irrupción de las redes sociales y otros medios de expresión en nuestras vidas, estos mismos consumidores comenzaron a opinar e influenciar acerca de éstas. Y no contentos con ello, también lo empezaron a hacer acerca de la conducta de las empresas a las que representan.
Hoy en día muchas marcas sufren un severo desgaste de reputación porque la forma en la que las valoramos ha cambiado profundamente. Hoy el público ya no se queda en la superficie. Se informa, investiga, se mete tan adentro de la marca como le es posible. Y cuando consigue salvar esa primera capa de espeso storytelling e insondables anuncios, cuando se abre paso y atraviesa la corteza exterior de la marca, lo que se encuentra es la empresa a la que representa. Y es en este momento en el que todo sale a relucir. Lo bueno y lo malo.
Hoy más que nunca, las empresas, con una conducta acorde con lo que la sociedad les exige, deben salir al rescate de sus propias marcas. Insuflarles veracidad con cada una de las decisiones que toman, con cada uno de los productos que lanzan o con cada una de las causas que defienden.
Desde sus inicios, las marcas han dado mucho a las empresas. En las imágenes que acompañan este artículo vemos algunos ejemplos. Ahora es el momento de que las empresas les devuelvan a ellas la relevancia que han perdido.