Nos pasamos el día rodeados de centenares (sino miles) de cosas que han sido diseñadas pensando en nosotros. Cosas que simplemente están ahí, para ser usadas: un billete de metro, una botella de refresco, un smartphone, unos auriculares, unas escaleras mecánicas, una revista gratuita, una porción de pizza para llevar... Cosas que no nos llaman excesivamente la atención porque han estado diseñadas para que nos sea fácil convivir con ellas. Para que se adapten a cómo somos.
Cuando hablamos de diseño, y aunque parezca una obviedad decirlo, las proporciones humanas deberían ser siempre el punto de partida. Diseño de producto, diseño de interiores, diseño editorial, diseño multimedia, diseño de experiencias digitales... Todo acaba siendo usado/manipulado/visto/disfrutado por personas que tienen más cosas que hacer en la vida que ponerse a pensar. Unos iconos identificativos de servicio de hombres o mujeres puede llegar a ser un quebradero de cabeza si el diseñador pierde el sentido final de su trabajo. Una App puede llegar a ser enojantemente incómoda si no se tiene en cuenta lo que las personas esperan que pase. Unas gafas VR pueden llegar a ser cansadamente incómodas si alguien no ha pensado en el rato que las vamos a llevar puestas. El diseño no son cosas bonitas. El diseño son soluciones, son atajos para una vida más cómoda, más fácil, más accesible. El diseño, y los diseñadores detrás, deberían medir 1,74m. Es la estatura media de un ciudadano medio de nuestro país. Un diseñador de lo que sea debería poder mirar a los ojos a esa persona y decirle bien orgulloso "comprendo tu vida y puedo mejorarla".
El diseño de marcas, tanto desde el punto de vista más estratégico como del más visual, nunca debería haber perdido esta proporción humana. Y lamentablemente ha pasado más de lo deseable. Muchas marcas se han situado en un estadio superior al de las personas. Han pretendido ser fuente de deseo, referentes de conducta y de prestigio. Han elevado tanto su ego y el de sus consumidores que han llegado, como lo hizo Ícaro, a ser víctimas de su propia vanidad.
La necesidad de que las marcas cambien su discurso y se acerquen mucho más a sus consumidores no nace del miedo de éstas a desaparecer. Eso en todo caso será una consecuencia. Esa necesidad nace, sobre todo, del pacto que los consumidores están exigiendo a las grandes marcas. "Vuelve a mirarme a los ojos", nos dice el consumidor. "Baja a la Tierra, entra en mi casa, abre mi nevera, mira mi cuenta corriente,...." El consumidor nos confía más datos que nunca, y las marcas deben re-diseñarse para cumplir con las enormemente elementales expectativas que depositan en nosotros.