16 Jul
16Jul

De mis 23 años de carrera recuerdo perfectamente dos: el primero y el último. Los otros son el trabajo sin límites, los nervios, la presión, la recompensa, los nuevos clientes, los amigos, los jefes... El primer año se vive con una intensidad especial. Porque lo conseguiste. Ya estás ahí, compartiendo oxígeno con grandes creativos, profesionales reconocidos, que esperan a que te acabes de poner un café para ponérselo ellos.

Ya estás ahí, en la parrilla de salida. Y tus ideas también, los montones de ellas. Y aunque sabes que van a durar más bien poco, son las que van a darte la seguridad para tomar velocidad y experiencia. Ese primer año hay que aprovecharlo bien, y yo creo que los de mi generación lo hicimos. Había hambre. Ganas de subir rápido al Olimpo de los Creativos. Ganas de que nuestro nombre apareciera en el Anuncios, primero, y luego en el Shots, en el Archive o en el AdsOfTheWorld. Todo nos nutría, de todo aprendíamos. Nos enfadábamos con los jefes cuando nos tumbaban una idea, creyéndonos que era la mejor idea del mundo. Y también nos enfadábamos con nosotros mismos cuando veíamos gráficas en festivales que podríamos haber pensado nosotros. Pero todo este enfado valía la pena. Valía la pena haber pedido para cenar todas las pizzas de un folleto enganchado en la nevera del curro. Valía la pena cruzarse con el portero a las 6 de la mañana saliendo de la agencia. Valía la pena ver cómo una idea se iba abriendo paso sola, cada vez más arriba, hasta que conseguía el OK del cliente, la pasta para inscribirla en algún festival y el consecuente reconocimiento.

El primer año tienes tantas ganas de comértelo todo que a veces incluso gestionas mal las expectativas y las energías. Hubo accidentes. Hubo balas perdidas. Pero hubo también muchísima creatividad y competencia de la mala. De la que hace que saques lo mejor de ti para que le vaya peor al otro. Sabíamos que queríamos llegar arriba del todo, y sabíamos cómo hacerlo: con las campañas más notorias, brillantes e inteligentes que pudiéramos parir.

Eso es lo que movió a una amplia generación de publicistas que, con la llegada del mundo digital, la crisis global, el miedo de los clientes y la medición de las ideas, vieron cómo todo en lo que habían basado sus ideales se iba al traste en poco tiempo.

Pensándolo ahora, puede que nos equivocáramos. Puede que no todo girara alrededor de nuestras brillantes ideas. Puede que en realidad nuestro trabajo no fuera tan trascendente como creíamos. Puede que hubiéramos estado más pendientes de nuestro propio ombligo que de lo que estábamos dejando como herencia.

Y también puede que hoy una nueva generación de publicistas nos esté pasando la mano por la cara. Unos publicistas que han canalizado esa energía del primer año para hacer algo bastante más ambicioso que lo que hicimos nosotros: cambiar el mundo.

Puede que haya una nueva generación de sueños, de retos, de mensajes. Y también puede que, los que llevamos tiempo en esto, veamos que a lo mejor todo esto no iba tanto de inflarnos el ego entre nosotros, sino de conseguir que las marcas se transformen en algo con valor real. El valor de transformar las cosas, de hacer la vida de las personas un poco mejor, o un poco más fácil, o un poco más llevable.

Puede que estemos delante de una generación de nuevos publicistas que ya desde el primer año, plantean nuevas reglas del juego, abren ventanas para que desaparezcan viejos fantasmas y que entren, como la brisa que llega de alta mar, nuevas ideas con la una ambición distinta a la que tenían las nuestras: en vez de comerse el mundo, estos que llegan lo quieren salvar. Y yo me apunto con ellos.